Entre una de las emociones más intensas, quizá, la primera
que experimentamos en el transcurso de la vida sea el miedo. Y es que el miedo,
como todas las emociones, es vivido por todos de igual manera, sin importar
raza, sexo, nacionalidad, condición familiar o posición social. Para todos el
miedo es un sentimiento que parte de las mismas funciones fisiológicas producto
de un estímulo que sabemos nocivo y que supone un peligro inminente para la
vida.
El Dr. Benjamin Wolman en su libro El niño ante el temor y el miedo, define el temor como «una señal
que alerta al instinto de conservación y moviliza los recursos fisiológicos de
nuestro organismo.» de ahí que el sentimiento de inseguridad que surge frente a
aquello que implica un riesgo, desencadena una serie de reacciones emocionales
y fisiológicas que ofrecen al cuerpo las condiciones necesarias para
salvaguardar la vida, ya sea huyendo del peligro, luchando contra él o incluso,
en el peor de los casos, paralizándolo.
Entre las reacciones físicas que todos experimentamos cuando
tenemos miedo, se encuentran un aumento en los niveles de secreción de
adrenalina y noradrenalina, aumento del ritmo cardiaco, de la presión
sanguínea, de los niveles de glucosa, elevación en la producción de cortisol
por las glándulas adrenales.
Por supuesto que cuando sentimos temor de algo, nuestro
cuerpo lo manifiesta con una serie de reacciones por todos conocidas como la
típica sensación de vacío estomacal: ésta se debe a que cuando el temor nos
invade, la irrigación sanguínea se concentra en los músculos largos ubicados en extremidades superiores e inferiores
(brazos y piernas) para facilitarnos el salir corriendo, brincar, escalar y
hacer lo necesario para huir del peligro o acondicionarnos para el combate.
Sin embargo, las respuestas fisiológicas ante el miedo no
siempre surgen de estímulos que sean un peligro potencial para la vida, sino
que la racionalidad del hombre nos ha llevado a adquirir distintos grados en el
miedo o temores producto de la educación de la familia y de la sociedad en
general. Es aquí donde el miedo, destinado biológicamente para conservar la
vida, puede volverse contra la misma al ir adquiriendo modalidades cada vez más
altas hasta el punto de hacerse patológico como en el caso de las fobias, la
ansiedad, el estrés, la angustia o los ataques de pánico.
En el caso de las fobias; por ejemplo, constituyen un miedo
irracional ante un estímulo que no necesariamente atenta contra la vida o que
en todo caso, el que pueda implicar un peligro o no, es el menor de los
problemas para el que la padece. Una persona que tiene miedo a hablar en
público por ejemplo, sabe que el subirse a un escenario o a un podio ante un
gran número de personas no lo matará ni pondrá en riesgo su vida de ninguna
manera lógica; sin embargo, esto no atenúa el sentimiento de temor o en el peor
de los casos, de pánico ante la sola idea de hablar o actuar ante un público.
Para estos casos, más comunes de lo que se podría pensar, existen diferentes
técnicas terapéuticas o ejercicios que ayudan a desaparecer este tipo de
temores irracionales, además de muchas otras modalidades del miedo.
Finalmente, basta decir que el miedo es un recurso natural,
común a todos; que puesto al servicio de preservar y mejorar la vida siempre es
sano, porque carecer de éste también resulta en una patología seria que pone en
peligro al que no le tiene miedo a nada y a quienes lo rodean. Así que, el
miedo es bueno; claro, siempre conociendo cuales son aquellos temores que nos
fueron dados por educación y que nos dominan, que carecen de ese propósito
vital, intrínseco del miedo, porque claro está, que el temor a la vida es el
único peligro real del que hay que apartarse.