Desde que la vida en la tierra evolucionó en estructuras tan complejas tales
como los seres inteligentes, y particularmente, cuando el hombre tuvo la
capacidad de tomar conciencia de sí mismo, hemos pasado milenios intentando
dilucidar quién controla esto, quién lleva las riendas de nuestras vidas. ¿Quién
es el ser o entidad suprema que tiene dominio sobre todos nosotros? si acaso
fue Zeus y su poderoso trueno; o el destino, el Ananké griego, el inequívoco,
el ineludible; o la providencia, los emperadores, los gobernantes, los
reptilianos o la energía oscura. Así, hemos hinchado la lista interminablemente;
buscando posibles todopoderosos a quiénes imputarles el origen de nuestros
placeres, nuestras desgracias, nuestras fortalezas y debilidades.
Finalmente, el jefe de jefes, el que manda y reina sobre todos nosotros, el
que está por encima de nuestros ojos, sólo pesa mil cuatrocientos gramos y
tiene tres mil millones de años de evolución.
Con sus cien mil millones de células nerviosas, el cerebro humano es el
objeto más cercano en distancia a nosotros; pero el más distante en cuanto a lo
que sabemos de él. misterioso como pocos; el cerebro es capaz de regular
desde nuestra temperatura, nuestro apetito,
nuestra postura y movimientos; hasta nuestros amores, nuestros odios, nuestras
tristezas, nuestras pasiones, ambiciones, sensaciones, percepciones, nuestros
juicios y nuestros vicios.
Si bien el avance de las neurociencias ha permitido construir un mapa casi
completo del cerebro; no obstante, lo que se desconoce de él sigue siendo uno
de los enigmas más fascinantes de la ciencia.
Como cada uno de los elementos que conforman el “yo”, las emociones ejercen
uno de los motores más poderosos de la conducta. Éstas se generan a partir de
estructuras que forman el sistema límbico (uno de los sistemas más primitivos
del cerebro humano), y quien participa directamente en todas las cuestiones de
nuestra vida afectiva: desde cómo aprendemos, las decisiones que tomamos, los
miedos que nos dominan, aquello que gozamos, lo que recordamos, lo que nos
enfurece o cómo nos enamoramos. En fin, todo aquello que nos mueve a la
actuación, o que por el contrario, puede condenarnos a la inacción y
paralizarnos como un cactus a mitad del desierto.
Entonces, si sabemos que aquello responsable de construir o destruir
nuestras vidas flota en líquido cefalorraquídeo bajo nuestros cráneos y no
depende del destino ni de la energía oscura, ergo, el jefe es más fácil de
manejar a voluntad de lo que se pensaba. Podemos entrenar las emociones que nos
mueven y tomar el control del jefe, haciendo un destino a voluntad, asiéndonos
del timón de dirección para recorrer los caminos deseados. Ya que si bien es
cierto que contamos con una primitiva central de emociones en el cerebro,
también es cierto que, a diferencia de la mayoría de los mamíferos, la
evolución nos ha dotado de una central más moderna (ubicada en la corteza
prefrontal), encargada de dirigir nuestras
conductas y, por tanto, de contrarrestar los estragos que los estados
emocionales negativos pueden hacer en nosotros.
Por tanto, conocer mejor al jefe nos otorga la mejor arma para avanzar libremente,
es conocernos a profundidad. Así que empecemos a saber todo del cerebro para
poder conquistarlo, porque en este caso, conquistar al jefe es conquistarlo
todo.
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